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Yo Creo. Relato corto

Vivo en un pueblo pequeño al lado del mar. A unos cientos de metros voy a un extraño acantilado que conduce a una pequeña playa donde a mis perras les gusta jugar en la arena y perseguir la espuma de las olas.


Mi maestro me viene explicando desde hace un tiempo la importancia de las creencias en las vidas de las personas, el poder de la consciencia como generador de realidades. Él está conectado con todo. Él es corpúsculo y onda. Él me dice que todos tenemos poderes, unos poderes, que si de verdad creyésemos en ellos, seríamos superhéroes. Él dice que todos somos héroes.


Me está costando aceptar lo que me dice y comprender que todo es un enredo, un enredo cuántico y que realmente, no es que pertenezcamos a la Matriz Divina - así llama él al Universo, a la energía-, sino que somos la Matriz Divina.


Él sabe desde hace vidas. Tiene el aspecto de una persona de no más de cincuenta años, aunque sospecho que tiene más de cien. Él sabe lo que la ciencia se acerca ahora a demostrar: lo que creemos se crea, se hace realidad. Me enseña, haga frío o calor, en unas rocas en forma de siete que hay al lado del acantilado. Yo trato de aprender, sentir y deshacerme de creencias limitantes de mi pasado.


El mar del acantilado no posee un flujo como el del resto de los océanos. La altura del mar sube y baja a un ritmo que nada tiene que ver con los ciclos lunares y las mareas de otros océanos. Durante días el acantilado puede tener una altura de cinco o seis metros y los jóvenes más presumidos del pueblo realizan competiciones de salto, mientras las chicas les observan desde la playa. Los nativos del pueblo tienen un sentido especial para detectar cuándo el mar va a elevar su altura para cubrir por completo la playa y poder estar sentado en el acantilado mojándote los pies.


En esos momentos hay que tener cuidado porque la corriente es muy fuerte y puede llevarse mar adentro al mejor nadador del mundo. Aunque ya llevo años en el pueblo, a las órdenes del Maestro, no he desarrollado aún la sensibilidad que ellos tienen para detectar las repentinas subidas de la mar. Me avisan que tenga cuidado y que esté muy atento de las perras, pues ellas sí pueden sentir cuándo va a crecer la marea. “Cuando estés en la playa y las perras salgan corriendo, corre tras ellas, no pierdas ni un segundo”.


Cuando vine en busca del maestro pasé más de dos años esperando a que me aceptase como discípulo. Él sabía. Yo tuve que aprender. Aprender a aceptar la vida, aprender a aceptarme y abrir la mente para lo que tenía que enseñarme.


Me dice que soy energía. Y que como energía que soy, soy aquí igual que soy allí al mismo tiempo, y que el cuerpo es la energía, es el Universo. Que mi consciencia es energía creadora. Por mucho que me explique, que yo razone, piense, reflexione, él sabe que no habrá aprendizaje mientras viva en la mente, él sabe que es necesaria una experiencia para adoptar automáticamente una nueva creencia. He de sentir, fluir en la emoción, vivir la creencia.


Voy a pasear las perras a la playa. El día es soleado, hace calor, la temperatura ronda los treinta y siete grados. He dormido bien, agradecido el día y tenido una charla matutina con el Maestro. Ha vuelto a repetirme que soy un superhéroe, que tengo la capacidad de desintegrarme y aparecer en otro lugar, que soy onda y corpúsculo, sólo que no me lo creo.


Al salir del pueblo, cerca de una caserona abandonada, suelto a las perras para que jueguen y corran camino de la playa. El mar está en calma, el acantilado alto. La hierba ha crecido y las perras juegan entre ella, persiguiendo topillos y lagartijas. Me adelanto absorto en mis pensamientos, tratando de no pensar, dejándolos ir, sintiendo la arena de la playa bajo mis pies, el sol en la piel, los ladridos de las perras a lo lejos, las llamo. No vienen.


Una ola me ha arrastrado mar adentro con una fuerza descomunal. Saco la cabeza, respiro, veo a las perras en lo alto del acantilado ladrando y corriendo de un lado a otro. Trato de nadar hacia la costa. Imposible.

Acepto.

Floto.

Me dejo llevar.

Me alejo.

Ya no oigo los ladridos.

Ya no veo la costa.



Voy a morir.

Tengo miedo.

Lloro.


Soy consciente de que voy a ir perdiendo la temperatura corporal, que mi cuerpo se enfriará y que sin fuerzas me hundiré en el fondo del mar.

Respiro. Aguanto la respiración.

Expiro. Aguanto.


El Maestro respira así cuando quiere generar su propio calor en los meses de invierno. Yo también puedo hacerlo.

Respiro. Aguato la respiración.

Expiro.Aguanto.


Recuerdos de seres queridos me sacan de la respiración.

Me hundo.

Salgo a flote.

Respiro.

Miro al cielo.

El Universo está detrás.

Me mezo.

Siento cómo la energía del mar me balancea suavemente. Su energía. En poco tiempo yo seré el mar para siempre.

Soy el mar.

Soy energía.

Sólo tengo que creer que lo soy.

Cierro los ojos.

Me hundo....y creo.

Me diluyo, me desvanezco, veo cómo desaparezco, siento cómo me desintegro y ya no estoy hundiéndome en el mar. Soy el mar, el viento y las nubes. Por una fracción de un segundo, de un tiempo que no existe soy el Universo.


Y vuelvo a sentir mi cuerpo y escuchar voces familiares, y estoy en casa de mis padres que llegan de la calle. Y saludo. He venido a verles, a darles las gracias y paso el día con ellos.

Me voy al día siguiente, por la mañana y camino de la estación de autobuses, creo, soy energía y me desvanezco, y ya estoy en el pueblo, camino de las rocas con forma de siete, al encuentro del Maestro, junto al acantilado. Las perras vienen jugando hacia mí. Miro a mi alrededor, el mar, el acantilado, la hierba, las rocas.

El Maestro no está. Se ha ido.

No va a volver.

Soy el Maestro. Soy el Universo.


Pepe Travesí Sanz

Casa Bellota. Abril de 2014.


Editado por Mercedes Boned




 Pepe Travesí Sanz

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